Existen
diversos relatos sobre la pasión de
Jesús. La revelación pública sobre
este acontecimiento ha sido a través de los
4 textos del Evangelio (Mateo,
Marcos, Lucas, Juan) pero también existen textos que no contradicen en nada
la fe y pueden ayudar a
contemplar mejor lo que sucedió en la pasión del Señor.
Dos siervas
de Dios, han dejado relatos sobre esto.
La primera es la beata Ana Catalina Emmerich, y la
otra es la sierva de Dios Madre María
Teresa Aycinena. Así cada persona puede
observar como ha través de
esos prodigios, los éxtasis
y revelaciones, Dios les concede
el privilegio de poder ver la
pasión y trasmitirla de acuerdo a los
detalles que vieron.
LAS DOS
BEATAS
La beata
Ana Catalina Emmerich nació
el 8 de
septiembre de 1774, en Alemania. Entró de 28 años a un convento agustino y con la Revolución
Francesa, este fue suprimido. En 1813 quedó postrada en cama
hasta su muerte, once años después.
Poco después el poeta Klemens Brentano la
visitó. Brentano tomaba breves
notas de lo que la
beata recordaba de sus revelaciones. En 1833 aparecieron los apuntes de Brentano
de acuerdo a las meditaciones de Ana
Catalina sobre la pasión de Cristo.
La sierva
de Dios, Madre Teresa Aycinena; nació el
15 de
abril 1784. Desde niña
dedicada a orar, y luego
ingresaría como monja de clausura
con las carmelitas descalzas.
Desde 1812 tuvo favores muy especiales,
incluyendo la impresión de los estigmas, la
transversación y el anillo de los
desposorios. En 1841 murió en el convento de las carmelitas de la ciudad de Guatemala.
LOS RELATOS
DE LA PASIÓN
En 1817,
San Luis Gonzaga le dicto a la Madre Teresa algunos detalles
de lo que fue la pasión de Cristo. En tanto la beata Ana
Catalina dicta sus revelaciones
que desde el 18 de febrero al 6 de abril de 1823 había tenido
y que fueron publicadas hasta
1833. Sin embargo hay muchas coincidencias en los relatos
que parece imposible que la primera viviera
en América y la otra en Europa.
A continuación
se coloca algunos
pasajes donde parece
coincidir las dos
beatas con lo que sucedió en la pasión de Cristo. No están
colocados de acuerdo a como sucedieron los hechos
en la pasión del Señor, sino de acuerdo a lo que Madre Teresa y Beata Catalina lo redactaron.
Relato
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Catalina
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Teresa
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Coinciden
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La bofetada
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Un infame ministro que
estaba cerca de Jesús lo advirtió; y el miserable pegó con su mano cubierta
de un guante de hierro, una bofetada en el rostro del Señor, diciendo:
"¿Así respondes al Sumo Pontífice?". Jesús, empujado por la
violencia del golpe, cayó de un lado sobre los escalones, y la sangre corrió
por su cara. La sala se llenó de murmullos, de risotadas y de ultrajes. (…)
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En el rostro se le
hizo una lastimosa llaga hasta mirársele el hueso, con la bofetada que le
dieron, su color estaba denegrido
y cárdeno, así
en el rostro
como en todo
su cuerpo, pero
jamás perdió, su
Majestad y amable
presencia, siendo su hermosura bien conocida de los buenos amigos que le
miraban con amor y compasión.
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Coinciden sobre
la llaga, pero Madre Teresa
hace más detalle de
como la tenía.
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La coronación de espinas
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En medio del patio
había el trozo de una columna; pusieron sobre él un banquillo muy bajo.
Habiendo arrastrado a Jesús brutalmente a este asiento, le pusieron la corona
de espinas alrededor de la cabeza, y le atacaron fuertemente por detrás. Estaba
hecha de tres varas de espino bien trenzadas, y la mayor parte de las puntas
eran torcidas a propósito para adentro. Habiéndosela atado, le pusieron una
caña en la mano; todo esto lo hicieron con una gravedad irrisoria, como si
realmente lo coronasen rey. Le quitaron la caña de las manos, y le pegaron
con tanta violencia en la corona de espinas, que los ojos del Salvador se
inundaron de sangre. Sus verdugos arrodillándose delante de Él le hicieron
burla, le escupieron a la cara, y le abofetearon, gritándole: "¡Salve,
Rey de los judíos!".
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La corona es en forma
de guirnalda de cuatro bejucos, de unos que se dan muy frecuentes a modo de
los juncos marinos, en los ríos de Jerusalén, de espinas en par y se dan en
las peñas de estos ríos en las playas.
No le traspasaron el cráneo, sino
entre piel y hueso y una espina le pasó de esta manera hasta cerca del ojo
izquierdo. El color de los bejucos es atabacado y verde y las espinas de
distintos tamaños, y algunas hasta de tres dedos.
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Para la Beata
Catalina, la corona fue de
tres bejucos. Mientras que Madre Teresa habla de
cuatro. Es posible que
la primera no contara el bejuco
al que fueron amarrados, y
la segunda sí.
Porque habla de trenzada o guirnalda y que estaba
amarrada.
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La flagelación
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El Señor fue así
extendido con violencia sobre la columna de los malhechores; y dos de esos
furiosos comenzaron a flagelar su cuerpo sagrado desde la cabeza hasta los pies.
Sus látigos o sus varas parecían de madera blanca flexible; puede ser también
que fueran nervios de buey o correas de cuero duro y blanco. El Hijo de Dios
temblaba y se retorcía como un gusano. Sus gemidos dulces y claros se oían
como una oración en medio del ruido de los golpes.
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El cuerpo de Jesucristo
derramó mucha sangre en la columna, y derramó también con abundancia, en la
coronación y en el
árbol de la cruz
y aquí en este
lugar del Calvario,
fue en donde
quedó por nuestro amor exhausto
de sangre. (…)
Los verdugos
que le azotaron
fueron seis, los
instrumentos fueron distintos
uno eran cordeles anudados otros cueros sueltos y
otros de estos juncos o bejucos de la corona; y a estos verdugos les ayudaban
los Demonios.
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Mencionan la gran cantidad de sangre
que derramó en la columna.
Las dos coinciden en que fueron seis los que le azotaron. Y también que los instrumentos fueron uno de bejucos y el otro de cordeles
anudados y sueltos.
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La crucifixión
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Después que los
alguaciles extendieron al divino Salvador sobre la cruz, y habiendo estirado
su brazo derecho sobre el brazo derecho de la cruz, lo ataron fuertemente;
uno de ellos puso la rodilla sobre su pecho sagrado, otro le abrió la mano, y
el tercero apoyó sobre la carne un clavo grueso y largo, y lo clavó con un
martillo de hierro. Un gemido dulce y claro salió del pecho de Jesús y su
sangre saltó sobre los brazos de sus verdugos. Los clavos era muy largos, la
cabeza chata y del diámetro de una moneda mediana, tenían tres esquinas y
eran del grueso de un dedo pulgar a la cabeza: la punta salía detrás de la
cruz. Habiendo clavado la mano derecha del Salvador, los verdugos vieron que
la mano izquierda no llegaba al agujero que habían abierto; entonces ataron
una cuerda a su brazo izquierdo, y tiraron de él con toda su fuerza, hasta
que la mano llegó al agujero. Esta dislocación violenta de sus brazos lo
atormentó horriblemente, su pecho se levantaba y sus rodillas se estiraban.
Se arrodillaron de nuevo sobre su cuerpo, le ataron el brazo para hundir el
segundo clavo en la mano izquierda; otra vez se oían los quejidos del Señor
en medio de los martillazos.
Los brazos de Jesús quedaban extendidos
horizontalmente, de modo que no cubrían los brazos de la cruz. La Virgen Santísima
sentía todos los dolores de su Hijo: Estaba cubierta de una palidez mortal y
exhalaba gemidos de su pecho. Los fariseos la llenaban de insultos y de
burlas. Habían clavado a la cruz un pedazo de madera para sostener los pies
de Jesús, a fin de que todo el peso del cuerpo no pendiera de las manos, y
para que los huesos de los pies no se rompieran cuando los clavaran. Ya se
había hecho el clavo que debía traspasar los pies y una excavación para los
talones. El cuerpo de Jesús se hallaba contraído a causa de la violenta
extensión de los brazos. Los verdugos extendieron también sus rodillas
atándolas con cuerdas; pero como los pies no llegaban al pedazo de madera,
puesto para sostenerlos, unos querían taladrar nuevos agujeros para los
clavos de las manos; otros vomitando imprecaciones contra el Hijo de Dios,
decían: "No quiere estirarse, pero vamos a ayudarle". En seguida
ataron cuerdas a su pierna derecha, y lo tendieron violentamente, hasta que
el pie llegó al pedazo de madera. Fue una dislocación tan horrible, que se
oyó crujir el pecho de Jesús, quien, sumergido en un mar de dolores, exclamó:
"¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío!". Después ataron el pie izquierdo
sobre el derecho, y habiéndolo abierto con una especie de taladro, tomaron un
clavo de mayor dimensión para atravesar sus sagrados pies. Esta operación fue
la más dolorosa de todas. Conté hasta treinta martillazos. Los gemidos de
Jesús eran una continua oración, que contenía ciertos pasajes de los salmos
que se estaban cumpliendo en aquellos momentos. Durante toda su larga Pasión
el divino Redentor no ha cesado de orar. He oído y repetido con Él estos
pasajes, y los recuerdo algunas veces al rezar los salmos; pero actualmente
estoy tan abatida de dolor, que no puedo coordinarlos. El jefe de la tropa romana
había hecho clavar encima de la cruz la inscripción de Pilatos. Como los
romanos se burlaban del título de Rey de los judíos, algunos fariseos
volvieron a la ciudad para pedir a Pilatos otra inscripción. Eran las doce y
cuarto cuando Jesús fue crucificado, y en el mismo momento en que elevaban la
cruz, el templo resonaba con el ruido de las trompetas que celebraban la
inmolación del cordero pascual.
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Hija mía dirás a
vuestro Padre, que la Cruz de Nuestro Redentor fue sin labrar de tronco
nudoso y con corteza en unas partes verde, y en otras seca. Estuvo Cristo en la cruz pendiente de tres
clavos, sin cordeles y solo sostenido con el poder y fortaleza de su Padre
Celestial, que le dejó en sus liberales y piadosas manos, no tuvo pedestal en
los pies, con un solo clavo le clavaron uno sobre de otro. Y atendido en la cruz le ataron con
cordeles, claváronle primero la mano derecha, luego tiraron cruelmente de las
dos partes de donde estaba atado hasta desencajarle los huesos y reventarle
las arterias, para que alcanzara al otro barreno, el cual estaba más largo y distante de lo
regular y después de la mano derecha
clavaron la izquierda. Los pies fueron clavados después de las manos y
también los estiraron con cordeles: hasta ajustar al barreno y aquí se le
desencajaron los huesos de su sagrado cuerpo. (…)
Después de crucificado
y enclavado el cuerpo de Nuestro buen Jesús le remacharon los clavos y en
esto padeció doble tormento por el peso que le hacía su mismo cuerpo lleno de
dolores. El rostro le inclinó hacia
el lado derecho y así expiró y cerró los ojos, no quedándole más que un poco
abiertos de la suma flaqueza y estiramiento de los nervios, pero esto sin
causar horror. Cuando le levantaron en
alto, le sostenían con unas varas que tenían como una U, redonda de fierro en
donde entraban los brazos de Jesucristo y los de la cruz juntamente
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Coinciden en que clavaron la mano derecha primero
y luego le desencajaron el
hueso para poderle clavar la mano izquierda.
Luego clavaron los
pies. Para Madre Teresa no hubo pedestal, mientras que la beata
afirma que sí tuvo.
Por otro lado coinciden en que mientras
fue crucificado no tuvo
cordeles y si los tuvo
fue para poderlo jalar a los
agujeros de los clavos y así poderlo clavar.
Las dos coinciden en que fueron remachados
los clavos, volteando la cruz. No menciona la Beata con que
elementos fue elevado,
ni tampoco da tantos detalles sobre
como expiro el Señor; mientras que la Madre sí los da.
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Los padecimientos en la cruz de Jesús y la Virgen
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La sangre, cuya
circulación había sido interceptada por la posición horizontal y compresión
de los cordeles, corrió con ímpetu de las heridas, y fue tal el padecimiento,
que Jesús inclinó la cabeza sobre su pecho y se quedó como muerto durante
unos siete minutos. (…)Cuando Jesús se desmayó, Gesmas, el ladrón de la
izquierda, (…)
María pedía
interiormente que Jesús la dejara morir con Él. El Salvador la miró con una
ternura inefable, y volviendo los ojos hacia Juan (…)
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En la
cruz padeció
Cristo convulsiones, extraordinarias y
repetidas agonías con
desmayos, sus piadosos ojos
los fijó algunas veces en su Madre y en ella los fijó en todos nosotros. Se compadeció de los dolores y lágrimas de
la Señora y esta Divina tórtola miró, sintió y atendió a todo el padecer de
su hijo, con invicta
paciencia y fortaleza, ofreciendo en
todo este tiempo
de la pasión
el sacrificio de entrambos por la redención del mundo.
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También coinciden en los desmayos, y en algunos detalles de
cómo la Madre se fija
en Jesús y Él en Ella.
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La lanzada
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Mas el subalterno
Casio, hombre de veinticinco años, cuyos ojos bizcos excitaban la befa de sus
compañeros, tuvo una inspiración súbita. La ferocidad bárbara de los
verdugos, la angustia de las santas mujeres, y el ardor grande que excitó en
él la Divina gracia, le hicieron cumplir una profecía. Empuñó la lanza, y
dirigiendo su caballo hacia la elevación donde estaba la cruz, se puso entre
la del buen ladrón y la de Jesús. Tomó su lanza con las dos manos, y la clavó
con tanta fuerza en el costado derecho del Señor, que la punta atravesó el
corazón, un poco más abajo del pulmón izquierdo. Cuando la retiró salió de la
herida una cantidad de sangre y agua que llenó su cara, que fue para él baño
de salvación y de gracia. Se apeó, y de rodillas, en tierra, se dio golpes de
pecho, confesando a Jesús en alta voz.
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La herida de la lanza
fue no en donde se la hacen, sino casi en el medio, un poco hacia el lado derecho,
en el hueso de las arcas, la lanza dio en el hueso y resbaló hasta llegar a traspasar su corazón.
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Coinciden en decir
que es
en el lado derecho.
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El descendimiento
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Habiendo descendido el
santo Cuerpo, lo envolvieron y lo pusieron en los brazos de su Madre, que se
los tendía poseída de dolor y de amor. Así la Virgen Santísima sostenía por
última vez en sus brazos el cuerpo de su querido Hijo, a quien no había
podido dar ninguna prueba de su amor en todo su martirio; contempló sus
heridas, cubrió de ósculos su cara ensangrentada, mientras Magdalena reposaba
la suya sobre sus pies. Después de un rato, Juan, acercándose a la Virgen, le
suplicó que se separase de su Hijo para que le pudieran embalsamar, porque se
acercaba el sábado. María se despidió de Él en los términos más tiernos.
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La Virgen recibió el
cuerpo de su amado hijo cuando le bajaron de la cruz para ungirlo. San Juan
tomó los clavos y demás instrumentos de la pasión y los presentó a la Virgen
quien los tomó en sus manos para besarlos y venerarlos regándolos con sus
lágrimas y luego los volvió al Apóstol, quedándose, por el tiempo que se le
permitió, con el Sagrado cadáver en sus brazos.
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Las dos
coinciden en que la Virgen
lo sostuvo en un profundo sentimiento
de amor.
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Fuentes
http://es.catholic.net/op/articulos/1078/cat/115/las-visiones-de-ana-catalina.html#modal
http://www.madremariateresa.org/index.php
https://www.mercaba.org/mediafire/Emmerick,%20Anna%20Katharina%20-%20La%20amarga%20Pasion%20de%20Cristo.pdf