Este texto se presenta como
una revelación privada, por lo
que no complementa ni agrega nada
al depósito de la fe.
Simplemente quiere ser una herramienta
para poder vivir más plenamente en una
cierta época de la
historia.
Compartimos con ustedes esta visón de la beata Ana Catalina sobre como
pudo ser el nacimiento de nuestra
Señora.
RELATO DE LA
NATIVIDAD DE MARÍA
Con varios
días de anticipación había anunciado Ana a Joaquín que se acercaba su
alumbramiento. Con este motivo envió ella mensajeros a Séforis, a su hermana
menor Marha; al valle de de Zabulón, a la viuda Enue, hermana de Isabel; y a
Betsaida, a su sobrina María Salomé, llamándolas a su lado. Vi a Joaquín, la
víspera del alumbramiento de Ana, que enviaba numerosos siervos a los prados
donde estaban sus rebaños, yendo él mismo al más cercano.
Entre las nuevas
criadas de Ana, sólo guardó en su casa a aquéllas cuyo servicio era necesario.
Vi a María Helí, la hija mayor de Ana, ocupándose en los quehaceres domésticos.
Tenía entonces unos diecinueve años, y habiéndose casado con Cleofás, jefe de
los pastores de Joaquín, era madre de una niñita llamada María de Cleofás, de
más o menos cuatro años en aquel momento. Joaquín oró, eligió sus más hermosos
corderos, cabritos y bueyes y los envió al templo como sacrificio de acción de
gracias. No volvió a casa hasta el anochecer.
Por la
noche vi llegar a casa de Ana a sus tres parientas. La visitaron en su
habitación situada detrás del hogar, y la besaron. Después de haberles
anunciado la proximidad de su alumbramiento, Ana, poniéndose de pie, entonó con
ellas un cántico concebido más o menos en estos términos: “Alabad a Dios, el
Señor, que ha tenido piedad de su pueblo, que ha cumplido la promesa hecha a
Adán en el paraíso, cuando le dijo que la simiente de la mujer aplastaría la
cabeza de la serpiente…”. No me es posible repetir todo con exactitud. Se
encontraba Ana en éxtasis, enumerando en su cántico todas las imágenes que
figuraban a María. Decía: “El germen dado por Dios a Abraham ha llegado a su
madurez en mi misma”. Hablaba luego de Isaac, prometido de Sara, y agregaba:
“El florecimiento de la vara de Aarón se ha cumplido en mí”.
La he visto
penetrada de luz en medio de su aposento, lleno de resplandores, donde aparecía
también, en lo alto, la escala de Jacob. Las mujeres, llenas de asombro y de
júbilo, estaban como arrobadas, y creo que vieron la aparición. Después de la
oración de bienvenida se sirvió a las mujeres una pequeña comida de frutas y
agua mezclada con bálsamo. Comieron y bebieron de pie, y fueron a dormir
algunas horas para reposar del viaje. Ana permaneció levantada, y oró. Hacia la
media noche, despertó a sus parientas para orar juntas, siguiéndola éstas
detrás de una cortina cerca del lecho. Ana abrió las puertas de una alacena
embutida en el muro, donde se hallaban varias reliquias dentro de una caja. Vi
luces encendidas a cada lado; pero no sé si eran lámparas. Al pie de este
pequeño altar había un escabel tapizado.
El
relicario contenía algunos cabellos de Sara, a quien Ana profesaba veneración;
huesos de José, que Moisés había traído de Egipto; algo de Tobías, quizás un
trozo de vestido, y el pequeño vaso brillante en forma de pera donde había
bebido Abraham al recibir la bendición del ángel y que Joaquín había recibido
junto con la bendición. Ahora sé que esta bendición constaba de pan y vino y era
como un alimento sacramental. Ana se arrodilló delante de la alacena. A cada
lado de ella estaba una de las dos mujeres, y la tercera, detrás. Recitó un
cántico: creo que se trataba de la zarza ardiente de Moisés.
Vi entonces
un resplandor celestial que llenó la habitación, y que moviéndose, condensábase
en torno de Ana. Las mujeres cayeron como desvanecidas con el rostro pegado al
suelo. La luz en torno de Ana tomó la forma de zarza que ardía junto a Moisés,
sobre el monte Horeb, y ya no me fue posible contemplarla. La llama se
proyectaba hacia el interior: de pronto vi que Ana recibía en sus brazos a la
pequeña María, luminosa, que envolvió en su manto, apretó contra su pecho y
colocó sobre el escabel delante del relicario. Prosiguió luego sus oraciones.
Oí entonces que la niña lloraba. Vi que Ana sacaba unos lienzos debajo del gran
velo que la cubría y fajándola, dejaba la cabeza, el pecho y los brazos
descubiertos. La aparición de la zarza ardiendo desapareció.
Levantáronse
entonces las mujeres y en medio de la mayor admiración recibieron en brazos a
la criatura recién nacida, derramando lágrimas de alegría. Entonaron todas
juntas un cántico de acción de gracias, y Ana alzó a la niña en el aire como
para ofrecerla. Vi entonces que la habitación se volvió a llenar de luces y oí
a los ángeles que cantaban Gloria y Aleluya. Pude escuchar todo lo que decían:
supe que, según lo anunciaban, veinte días más tarde la niña recibiría el
nombre de María. Entró Ana en su alcoba y se acostó.
Las mujeres
tomaron a la niña, la despojaron de la faja, la lavaron y, fajándola de nuevo,
la llevaron en seguida junto a su madre, cuyo lecho estaba dispuesto de tal
manera que se podía fijar contra él una pequeña canasta calada, donde tenía la
niña un sitio separado al lado de su madre. Las mujeres llamaron entonces a
Joaquín, el cual se acercó al lecho de Ana, y arrodillándose, derramó
abundantes lágrimas de alegría sobre la niña. La alzó en sus brazos y entonó un
cántico de alabanzas, como Zacarías en el nacimiento del Bautista. Habló en el
cántico del santo germen, que colocado por Dios en Abraham se había perpetuado
en el pueblo de Dios y en la Alianza, cuyo sello era la circuncisión y que con
esta niña llegaba a su más alto florecimiento. Oí decir en el cántico que
aquellas palabras del profeta: “Un vástago brotará de la raíz de Jessé”,
cumplíase en este momento perfectamente. Dijo también, con mucho fervor y
humildad, que después de esto moriría contento.
Noté que
María Helí, la hija mayor de Ana, llegó bastante tarde para ver a la niña. A
pesar de ser madre ella misma, desde varios años atrás, no había asistido al
nacimiento de María quizás porque, según las leyes judías, una hija no debía
hallarse al lado de su madre en tales circunstancias. Al día siguiente vi a los
servidores, a las criadas y a mucha gente del país reunido en torno de la casa.
Se les hacía entrar sucesivamente, y la niña María fue mostrada a todos por las
mujeres que la atendían. Otros vecinos acudían porque durante la noche había
aparecido una luz encima de la casa, y porque el alumbramiento de Ana, después
de tantos años de esterilidad, era considerado como una especial gracia del
cielo.
En el
instante en que la pequeña María se hallaba en los brazos de Santa Ana, la vi
en el cielo presentada ante la Santísima Trinidad y saludada con júbilo por
todos los coros celestiales. Entendí que le fueron manifestados de modo
sobrenatural todas sus alegrías, sus dolores y su futuro destino. María recibió
el conocimiento de los más profundos misterios, guardando, sin embargo, su
inocencia y candor de niña. Nosotros no podemos comprender la ciencia que le
fue dada, porque la nuestra tiene su origen en el árbol fatal del Paraíso
terrenal. Ella conoció todo esto como el niño conoce el seno de la madre donde
debe buscar su alimento.
Cuando
terminó la contemplación en la cual vi a la niña María en el cielo, instruida
por la gracia divina, por primera vez pude verla llorar. Vi anunciado el
nacimiento de María en el Limbo a los santos Patriarcas en el mismo momento
penetrados de alegría inexplicable, porque se había cumplido la promesa hecha
en el Paraíso. Supe también que hubo un progreso en el estado de gracia de los
Patriarcas: su morada se hacía más clara, más amplia y adquirían mayor
influencia sobre las cosas que acontecían en el mundo. Era como si todos sus
trabajos, todas sus penitencias de su vida, todos sus combates, sus oraciones y
sus ansias hubiesen llegado, por decirlo así, a su completa madurez produciendo
frutos de paz y de gracia.
Observé un
gran movimiento de alegría en toda la naturaleza al nacimiento de María; en los
animales, y en el corazón de los hombres de bien; y oí armoniosos cantos por doquiera.
Los pecadores se sintieron como angustiados y experimentaron pena y aflicción.
Vi que en Nazaret y en las regiones de la Tierra Prometida varios poseídos del
demonio se agitaban en medio de convulsiones violentas. Corrían de un lado a
otro con grandes clamores; los demonios bramaban por boca de ellos clamando:
“¡Hay que salir!… ¡Hay que salir!…”. He visto en Jerusalén al piadoso sacerdote
Simeón, que habitaba cerca del templo, en el momento del nacimiento de María,
sobresaltado por los clamores desaforados de locos y posesos, encerrados en un
edificio contiguo a la montaña del templo, sobre el cual tenía Simeón derechos
de vigilancia.
Lo vi
dirigirse a media noche a la plaza, delante de la casa de los posesos. Un
hombre que allí habitaba le preguntó la causa de aquellos gritos, que
interrumpían el sueño de todo el mundo. Uno de los posesos clamó con más fuerza
para que lo dejaran salir. Abrió Simeón la puerta y el poseso gritó,
precipitándose afuera, por boca de Satanás: “Hay que salir… Debemos salir… Ha
nacido una Virgen… ¡Son tantos los ángeles que nos atormentan sobre la tierra,
que debemos partir, pues ya no podemos poseer un sólo hombre más…!”. Vi a
Simeón orando con mucho fervor. El desgraciado poseso fue arrojado
violentamente sobre la plaza, de un lado a otro; y vi que el demonio salía por
fin de su boca.
Quedé muy
contenta de haber visto al anciano Simeón. Vi también a la profetisa Ana y a
Noemí, hermana de la madre de Lázaro, que habitaba en el templo y fue más tarde
la maestra de la niña María. Fueron despertadas y se enteraron, por medio de
visiones, de que había nacido una criatura de predilección. Se reunieron y se
comunicaron unas a otras las cosas que acababan de saber. Creo que ellas
conocían ya a Santa Ana.
En el país
de los Reyes Magos mujeres videntes tuvieron visiones del nacimiento de la
Santísima Virgen. Ellas decían a los sacerdotes que había nacido una Virgen,
para saludar a la cual habían bajado muchos espíritus del cielo; que otros espíritus
malignos se lamentaban de ello. También los Reyes Magos, que observaban los
astros, vieron figuras y representaciones del acontecimiento. En Egipto, la
misma noche del nacimiento de María, fue arrojado del templo un ídolo y echado
a las aguas del mar. Otro ídolo cayó de su pedestal y se deshizo en pedazos.
Llegaron más tarde a casa de Ana varios parientes de Joaquín que acudían desde
el valle de Zabulón y algunos siervos que habían estado lejos. A todos les fue
mostrada la niña María.
En casa se
preparó una comida para los visitantes. Más tarde concurrieron muchas gentes
para ver a la niña María, de modo que fue sacada de su cuna y puesta en sitio
elevado, como sobre un caballete, en la parte anterior de la casa. Estaba sobre
lienzos colorados y blancos por encima, fajada con lienzos colorados y blancos
transparentes hasta debajo de los bracitos. Sus cabellos eran rubios y rizados.
He visto después a María Cleofás, la hija de María Helí y de Cleofás, nieta de
Ana, de algunos años de edad, jugar con María y besarla. Era María Cleofás una
niña fuerte y robusta, tenía un vestidito sin mangas, con bordes colorados y
adornos de rojas manzanas bordadas. En los brazos descubiertos llevaba
coronitas blancas que parecían de seda, lana o plumas. La niña María tenía
también un velo transparente alrededor del cuello.