María, ensalzada, por gracia de Dios, después de su Hijo, por encima de
todos los ángeles y de todos los hombres, por ser Madre santísima de Dios, que
tomó parte en los misterios de Cristo, es justamente honrada por la Iglesia con
un culto especial. Y, ciertamente, desde los tiempos más antiguos, la Santísima
Virgen es venerada con el título de «Madre de Dios», a cuyo amparo los fieles
suplicantes se acogen en todos sus peligros y necesidades. Por
este motivo, principalmente a partir del Concilio de Efeso, ha crecido
maravillosamente el culto del Pueblo de Dios hacia María en veneración y en
amor, en la invocación e imitación, de acuerdo con sus proféticas palabras:
«Todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi
maravillas el Poderoso» (Lc 1, 48-49).
Este culto, tal como existió siempre en la Iglesia., a pesar de ser
enteramente singular, se distingue esencialmente del culto de adoración
tributado al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, y lo
favorece eficazmente, ya que las diversas formas de piedad hacia la Madre de
Dios que la Iglesia ha venido aprobando dentro de los limites de la doctrina
sana y ortodoxa, de acuerdo con las condiciones de tiempos y lugares y teniendo
en cuenta el temperamento y manera de ser de los fieles, hacen que, al ser
honrada la Madre, el Hijo, por razón del cual son todas las cosas (cf. Col
1, 15-16) y en el que plugo al Padre eterno «que habitase toda la plenitud» (Col
1,19), sea mejor conocido, amado, glorificado, y que, a la vez, sean mejor
cumplidos sus mandamientos.
El santo Concilio enseña de propósito esta doctrina católica y amonesta a
la vez a todos los hijos de la Iglesia que fomenten con generosidad el culto a
la Santísima Virgen, particularmente el litúrgico; que estimen en mucho las
prácticas y los ejercicios de piedad hacia ella recomendados por el Magisterio
en el curso de los siglos y que observen escrupulosamente cuanto en los tiempos
pasados fue decretado acerca del culto a las imágenes de Cristo, de la Santísima
Virgen y de los santos. Y exhorta encarecidamente a los
teólogos y a los predicadores de la palabra divina a que se abstengan con
cuidado tanto de toda falsa exageración cuanto de una excesiva mezquindad de
alma al tratar de la singular dignidad de la Madre de Dios.
Cultivando el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores y
de las liturgias de la Iglesia bajo la dirección del Magisterio, expliquen
rectamente los oficios y los privilegios de la Santísima Virgen, que siempre
tienen por fin a Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad. En las
expresiones o en las palabras eviten cuidadosamente todo aquello que pueda
inducir a error a los hermanos separados o a cualesquiera otras personas acerca
de la verdadera doctrina de la Iglesia. Recuerden, finalmente, los fieles que
la verdadera devoción no consiste ni en un sentimentalismo estéril y transitorio
ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe auténtica, que nos induce a
reconocer la excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial
hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes.