Carta de San Ignacio de Antioquía a los efesios
Ignacio, llamado también Teóforo, a aquella que es
grandemente bendecida en la plenitud de Dios Padre, predestinada antes
de los siglos a estar por siempre, para una gloria que no pasa,
inquebrantablemente unida y elegida en la pasión verdadera, por la
voluntad del Padre y de Jesucristo nuestro Dios, a la Iglesia digna de
ser llamada bienaventurada, que está en Éfeso de Asia, mi saludo en
Jesucristo y en un gozo irreprochable.
He acogido en Dios vuestro nombre bienamado,
que habéis adquirido por vuestra naturaleza justa, según la fe y la
caridad en Cristo Jesús, nuestro Salvador; imitadores de Dios,
reanimados en la sangre de Dios, vosotros habéis llevado a la perfección
la obra que conviene a vuestra naturaleza.
Apenas habéis sabido en
efecto que yo venía de Siria encadenado por el Nombre y la esperanza que
nos son comunes, esperando tener la suerte, gracias a vuestras
oraciones, de combatir contra las bestias en Roma, para poder, si tengo
esa suerte, ser discípulo; vosotros os apresurásteis en venir a verme.
Es así que a toda vuestra comunidad he recibido, en el nombre de
Dios, en Onésimo, varón de una indecible caridad, vuestro obispo según
la carne. Deseo que vosotros lo améis en Jesucristo, y que todos os
asemejéis a él. Bendito sea aquél que os a hecho la gracia, a vosotros
que habéis sido dignos, de tener tal obispo.
Para Burro, mi compañero de servicio, vuestro diácono según Dios, bendito en todas las cosas, deseo que permanezca
a mi lado para haceros honor a vosotros y a vuestro obispo. En cuanto a
Croco, digno de Dios y de vosotros, a quien he recibido como una
muestra de vuestra caridad, ha sido para mí consuelo en todas las cosas:
quiera el Padre de Jesucristo consolarlo también a él, junto con
Onésimo, Burro, Euplo y Frontón; en ellos es a todos vosotros a quienes
he visto según la caridad.
Pueda yo gozar de vosotros para siempre,
si yo fuera digno de ello. Conviene, pues, glorificar en toda forma a
Jesucristo, que os ha glorificado a vosotros, a fin de que, reunidos en
una misma obediencia, sometidos al obispo y al presbiterio, vosotros
seáis santificados en todas las cosas.
Yo no os doy órdenes como si fuera alguien.
Porque si yo estoy encadenado por el Nombre, no soy aún perfecto en
Jesucristo. Ahora, no he hecho más que comenzar a instruirme, y os
dirijo la palabra como a condiscípulos míos. Más bien, soy yo quien
tendrá necesidad de ser ungido por vosotros con fe, exhortaciones,
paciencia, longanimidad.
Pero ya que la caridad no me permite callar
respecto a vosotros, es por eso que he tomado la delantera para
exhortaros a caminar de acuerdo con el pensamiento de Dios. Porque
Jesucristo, nuestra vida inseparable, es el pensamiento del Padre, como
también los obispos, establecidos hasta los confines de la tierra, están
en el pensamiento de Jesucristo.
También conviene caminar de acuerdo con el
pensamiento de vuestro obispo, lo cual vosotros ya hacéis. Vuestro
presbiterio, justamente reputado, digno de Dios, está conforme con su
obispo como las cuerdas a la cítara. Así en vuestro sinfónico y
armonioso amor es Jesucristo quien canta.
Que cada uno de vosotros
también, se convierta en coro, a fin de que, en la armonía de vuestra
concordia, toméis el tono de Dios en la unidad, cantéis a una sola voz
por Jesucristo al Padre, a fin de que os escuche y que os reconozca, por
vuestras buenas obras, como los miembros de su Hijo. Es, pues,
provechoso para vosotros el ser una inseparable unidad, a fin de
participar siempre de Dios.
Si en efecto, yo mismo en tan poco tiempo he
adquirido con vuestro obispo una tal familiaridad, que no es humana sino
espiritual, cuánto más os voy a felicitar de que le estéis
profundamente unidos, como la Iglesia lo está a Jesucristo, y Jesucristo
al Padre, a fin de que todas las cosas sean acordes en la unidad.
Que nadie se extravíe; si alguno no está al interior del santuario, se
priva del "pan de Dios".
Pues si la oración de dos tiene tal fuerza, cuánto más la del obispo
con la de toda la Iglesia.
Aquél que no viene a la reunión común, ése
ya es orgulloso y se juzga a sí mismo, pues está escrito: "Dios resiste
a los orgullosos"
Pongamos, pues, esmero en no resistir al obispo, para estar sometidos a Dios.
Y mientras más vea uno al obispo guardar silencio, más se le debe
reverenciar; pues aquél a quien el Seńor de la casa envía para
administrar su casa, debemos recibirlo como aquél mismo que lo ha
enviado. Entonces está claro que debemos ver al obispo como al Seńor
mismo.
Por otra parte, Onésimo mismo eleva muy alto vuestra
disciplina en Dios, expresando con sus alabanzas que todos vosotros
vivís según la verdad, y que ninguna herejía reside entre vosotros, sino
que, por el contrario, vosotros no escucháis a persona alguna que les
hable de otra cosa que no sea de Jesucristo en la verdad.
Porque algunos hombres con perversa astucia
tienen el hábito de tomar para todo el Nombre, pero obrando de otro modo
y de manera indigna de Dios; a aquellos, debéis evitarlos como a las
bestias salvajes. Son perros rabiosos, que muerden a escondidas. Debéis
estar en guardia, pues sus mordeduras esconden una enfermedad difícil de
curar.
No hay más que un solo médico, carnal
y espiritual, engendrado y no engendrado, Dios venido en carne, en la
muerte vida verdadera, Hijo de María e Hijo de Dios, primero pasible y
ahora impasible, Jesucristo Nuestro Señor.